Tarde de llovizna gris, pero el sol está en ti. Hundido en tu regazo. Tejes y tus manos son dos lirios al amor, reposo en tu cansancio. Ven, te quiero ver andar, silencioso y frutal. Adagio de la espera. Ven que el tiempo es de los dos y por gracia tendremos primavera. Si eres pan que floreció en la mesa del amor y el vino de tu sangre es savia. Si tu aliento en el cristal, es cielo abierto al sol, la luz en tu regazo canta. Ven que este tiempo es de los dos y es gracia por nuestro amor

14.9.10

Pleamar, bajamar

 No me detuve a pensar un segundo. Lo cierto es que trataba de abrir los ojos. Albergaba la esperanza, es más ansiaba cada segundo que transcurría que pudiera abrir mis párpados y ver la luz. Era la única forma de saber que no me encontraba... bueno, hablando con sinceridad, esperaba con todas las fuerzas no estar muerta. Y la única forma de saberlo era observar la luz matinal que traspasaba por la ventana y me daba de lleno en la cara.
 Aún me encontraba en la oscuridad, así que tenía dos posibilidades: la madrugada estaba presente y la noche reinaba en plenas tinieblas; o tal vez me encuentre en las profundidades de un nuevo mar, esperando el desenlace fatal. Tal vez, la ansiedad de cada noche, previa a un sueño, a un nuevo dolor.
 No es que no sea una adicta a la angustia, pero ya tenía hecha a la idea de lo que me aguardaba y la verdad algún día tenía que acostumbrarme.
 Cada noche era espantosa. No podría aguantar mucho meciéndome sobre una pesadilla que no me llevaba a ningún lado, a ningún puerto seguro. Quería encontrar la solución, pero sabemos que en los sueños correr rápido no sirve, ni siquiera huir, no hay lugar a dónde ir. En este caso, no hay lugar donde nadar.
 La pesadilla se había vuelto sistemática, mecanizada. No esperaba nada nuevo y eso era peor; esperaba y aguardaba cada momento como si fuera el último (ojalá lo fuese) pero eso tampoco era bueno, porque el final era horrible, el momento en que me dejaba ir, el del abandono.
 No era miedo al agua supongo, después de todo y a pesar de no saber nadar, me sentía relativamente "a gusto" hasta el fatídico momento. Lo que más me causaba desesperación era la sensación de ahogo, el simple hecho de no encontrar el oxígeno.
 Caer al agua era lo más sencillo. Tenía todo controlado, yo había decidido echarme al agua. Era uno más de una larga fila india esperando con impaciencia el momento de arrojarse al agua. Unos reían, otros no ocultaban su ansiedad moviendo sus pies a un ritmo frenético, otros aparentaban calma y tranquilidad en silencio.
 Poco a poco llegaba mi turno. Se arrojaban como si no importara que hubiera debajo. Pero todos estábamos seguros de que no iba a ocurrirnos nada malo, aunque estuviéramos sobre un impresionante acantilado donde las rocas con sus puntas amenazantes eran el paisaje natural de la escena.
 El tiempo se estrechaba de a ratos y se hacía insoportable en otros. Pero el tiempo no juega un papel fundamental en los sueños, si es que este era uno. Pero estaba convencida que lo era. No había otra opción.
 Finalmente, el momento llegó. Con impulso y decisión, una corta carrera y allí estaba: saltando a un vacío inexistente pero con una seguridad que hasta a mí me asustaba. La caída era un letargo más que extraño, pero de un momento a otro me zambullí en el agua.
 Salía a la superficie de a poco, me costaba pero todavía podía con esto. No me sentía lo suficientemente perdida como para abandonarme. Esperaba a que alguien más cayera detrás de mí, y también esperaba encontrar a quienes habían caído con anterioridad. No había nadie, me encontraba sola y eso, aunque no quisiera, me aterraba.
 El pánico me invadía lentamente cuando intentaba bracear a una orilla, algo que me diera estabilidad. Pronto comencé a agitarme, moverme tanto me causaba un extremo cansancio, así que decidí detenerme, tratando de flotar sobre el agua limpia y cristalina por el momento. Tranquilas.
 Luchaba contra el pánico, la sensación de ahogo y el cansancio. Y como si fuera poco, sabía que lo peor estaba por venir. Acostumbrada, me sentí esperando el desenlace, miedo era lo último que podía esperar.
 Una vez más me encontraba allí, un lugar que conocía como la palma de mi mano, pero que aún así me seguía desesperando como el primer día. Esperando, sin nada a que aferrarme. No había esperanza, ni encontraba un motivo para salvarme. Me adentraba en el abandono.
 Las nubes de este cielo se poblaban de manchuras negras, relámpagos y el ruido ensordecedor de un trueno a lo lejos. Las aguas abandonaban su aparente calma y comenzaban a agitarse, presa de una marea incontenible, me encontraba luchando por encontrar la superficie. El agua limpia y cristalina, se transformaba en una espesa marea negra, oscura. La oscuridad era el elemento predominante. Parecía que el agua tenía una consistencia similar al petróleo: negro y pesado. Pero después de todo era agua.
 La fuerza de las enormes olas me arrastraban a la profundidad. Lo que no quería. Mis brazos no podían más del dolor, me acalambraba aún más el pensar que debía continuar si deseaba salvarme. Guardaba el poco oxígeno que tenía, pero ya bajo el agua era inútil. En un intento por buscar aire, abrí mi boca pero sólo encontré agua.
 La presión me comprimía la cabeza hasta no poder soportar. Mis pulmones cambiaron el aire limpio por la negrura del agua, pudría mis entrañas. Me pesaba el cuerpo por el agua, mi interior ardía irritado por la sal marina.
 Era el mayor sufrimiento, y por consecuencia era lo último. Era el momento de dejarme allí. Caía lentamente a las profundidades de un océano, feliz él de tener una víctima más. Allí estaba, muriendo.
 Una luz me aguardaba al final de la caída, iluminaba con intensidad mis ojos que permanecían cerrados. Los abrí, y la luz matinal bañaba de reflejos la habitación.
 El silencio reinaba. Había sobrevivido otra noche

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