Tarde de llovizna gris, pero el sol está en ti. Hundido en tu regazo. Tejes y tus manos son dos lirios al amor, reposo en tu cansancio. Ven, te quiero ver andar, silencioso y frutal. Adagio de la espera. Ven que el tiempo es de los dos y por gracia tendremos primavera. Si eres pan que floreció en la mesa del amor y el vino de tu sangre es savia. Si tu aliento en el cristal, es cielo abierto al sol, la luz en tu regazo canta. Ven que este tiempo es de los dos y es gracia por nuestro amor

13.8.10

El grito

 A veces siento la imperiosa necesidad de gritar, de sacar el diablo afuera. El sentimiento de descarga que uno siente al gritar es inconmesurable. Muchas veces esa fue mi decisión en el momento en que la angustia se transformaba en un dolor, una punzada en el medio del ser. Gritar fue mi solución, y recurro a ello cada vez que siento esa punzada; y siempre y cuando sea en el lugar y tiempo indicado.
 Echar el dolor fuera de uno sirve, porque llega un momento en que ese dolor comienza a pudrirse en el alma e irradia un pus venenoso, está bueno poder sacar el dolor y tirarlo a la basura antes de que sea demasiado tarde. A veces me preocupo por como hacerlo y tengo miedo de no poder lograrlo, pero qué puedo esperar de mi, una simple persona, una pequeña alma preparada para lastimarse.

 El dolor se transforma en angustia, la angustia se transforma en dolor. Ambas se transforman en un remolino impetuoso que se da en algun lugar de este mar que es mi alma. Aguas pesadas, aguas, aguas de color claro pero con la misma pesadez que el petróleo. Me hundo, intento salir a la superficie, pero la pesadez no me deja avanzar, quiero avanzar, abro la boca buscando el aire, este aire que ya perdí. Lo único que consigo es llenar mis pulmones de agua, pesada, y eso hace que me hunda más. No puedo proferir ni un grito porque tengo la certeza de que mis pulmones no resistirían. Mi cabeza va a mil por hora, pero mis acciones se quedan trabadas, ya no me muevo y me entrego al agua. No queda nada por hacer, me dejo caer.


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