Tarde de llovizna gris, pero el sol está en ti. Hundido en tu regazo. Tejes y tus manos son dos lirios al amor, reposo en tu cansancio. Ven, te quiero ver andar, silencioso y frutal. Adagio de la espera. Ven que el tiempo es de los dos y por gracia tendremos primavera. Si eres pan que floreció en la mesa del amor y el vino de tu sangre es savia. Si tu aliento en el cristal, es cielo abierto al sol, la luz en tu regazo canta. Ven que este tiempo es de los dos y es gracia por nuestro amor

7.10.10

Juan Pérez

 Había podido empezar por decir, hablar de cosas lindas como pájaros, árboles y flores y decir que son cosas hermosas de la vida, pero no lo fue a hacer. Había podido decir que en esta ciudad se siente la soledad en carne propia, pero seguramente no tendría el arte y el maleficio para hacerlo realidad y hacerte sentir lo que siente.
 Había podido hacer y no hacer nada, podría haberte dicho cosas y podría ocultarte otras miles, ya verás que no es nada lindo quedarse haciendo pie, como se pueda. Sin esperanza.
 Había podido hacer miles de melodías, que representen la vida diaria de la vida, podría decir miles de cosas, pero, ¿a quién se las diría? Sólo pudo decir que no tuvo un amigo de verdad. Un ser que haya escuchado las barbaridades y disparates que tenía para decir. Esas que se esperan que no haya problema en decirlas, que se critiquen sólo si fuera necesario.
 Estaba solo en el mundo, un mundo desterrado de todo sentimiento de amor, un mundo dónde pululaba el odio y la mentira, el asco de vivir un día más, un mundo corrupto y corroído por igual a dónde fuera. No tenía un amigo de verdad.
 Sentado solo en un banco, con una valija marrón café a su lado y con una apariencia decrépita a sus veintidos años, sus pensamientos vagaban por un mar de infelicidad. Había tomado su decisión, era lo mismo estar solo aquí en la gran ciudad o lejos. Estaría solo de todos modos.
 Ya no confiaba en el amor, sólo creía en la hipocresía de la vida, pues ninguna persona le había enseñado que las cosas podían ser diferentes. Se quedó con la primera mano, las cartas eran malas, cantó truco y la vida le dijo quiero, cantó re truco y la mentira le mostró el ancho de espadas clavado en la frente. Él era un cuatro de copas, no podía ganar por más garra que le pusiera.
 Él era su propio Juez, Jurado y en estos casos hasta su propio verdugo. Acusado, Fiscal y abogado defensor. Quería gritar e implorar, implorar misericordia a un Dios inexistente, a alguien que de la cara y le dijera por qué se había quedado solo.
 El divagar de sus pensamientos se cortó por la bocina del tren. Se levantó con pesar y tristeza del banco, miró con extrañeza a un perro blanco que estaba a su lado y a las moscas que lo rodeaban, y se sintió aún más miserable. Hasta aquel perro sarnozo podía disfrutar de otro ser que lo acompañase en su trivial vida de perro callejero.
 Ya se veían las primeras imágenes del vagón locomotor y veía su primitiva vida de niño burgués ante sus ojos, niño-jóven que buscaba salirse de todo ello que había caracterizado sus primeros años en este mundo. No quería lo moldeado para él, quería algo nuevo, algo que le había costado la soledad, el amor y las ganas de ser una persona nueva, lejos de lo que hemos de llamar el capital de sus memorias.
 Se estacionaba en el andén aquel que lo conduciría a un lugar nuevo, dónde seguiría estando solo, pero por lo menos sin el remordimiento de haber tenido la oportunidad de estar con alguien.
 Decidió tomarse su tiempo para subir al tren, mientras reflexionaba un poco más. ¿Qué podría haber perdido? Ni siquiera sabía si había ganado, pero sacar un empate en momentos así, valen más que cualquier victoria y por goleada. Pasaban los minutos, los segundos y no sacaba conclusiones acertadas, sólo una: estaba solo, y el amor lo había engañado.
 Sonó el clásico: "Todos a bordo" y sin más se lanzó a lo desconocido. Ahora no había nada, ni amigos, ni padres, ni amada. Ni perro flaco, ni moscas. Estaba solo en lo desconocido y le sentaba bien.
 Se buscó un asiento junto a la ventana, y dejó de pensar en tonterías de niñito mimado de mamá, porque sólo por pensar que estaba en soledad, no solucionaría las cosas. Era tiempo de ser hombre y asumir lo que viniese.
 El tren partió de la estación, con un ensordecido bocinazo y el vagón estaba habitado tristemente por tres personas. El guarda le pidió su boleto y él se lo enseñó. Verificó que no fuera un polizón, pero sabía que era un polizón de su propia vida, de su existir.
 Se tomó el tren hacia el sur, allí le iba a ir bien. Juan Pérez se haría llamar ahora y nadie lo conocería, sería la oportunidad de ser lo que nunca fue en su vida: libre.

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