Tarde de llovizna gris, pero el sol está en ti. Hundido en tu regazo. Tejes y tus manos son dos lirios al amor, reposo en tu cansancio. Ven, te quiero ver andar, silencioso y frutal. Adagio de la espera. Ven que el tiempo es de los dos y por gracia tendremos primavera. Si eres pan que floreció en la mesa del amor y el vino de tu sangre es savia. Si tu aliento en el cristal, es cielo abierto al sol, la luz en tu regazo canta. Ven que este tiempo es de los dos y es gracia por nuestro amor

21.4.11

La araña

 Las puertas estaban cerradas. El vestíbulo completamente vacío. ¿Dónde estaban todos?
-Malditos criados, ¿por qué no están cuando se los necesita? ¿Quién me servirá una mísera copa de brandy? ¡Se supone que deba hacerlo yo! Pero, Dios mío. ¡Voy a correrlos a todos, por ineptos!- vociferaba sin notar que por detrás de él se acercaba alguien. Sus pasos eran temerosos, y su respiración no era del todo rítmica.
 Se dio vuelta, con rapidez y con violencia se dirigió a la pobre muchacha que acudía temerosa a los gritos de su amo. Su piel era de un tono similar al chocolate, acompañados por sus rizos que le seguían hasta la cintura, delineada por un vestido del color del algodón amarrado en la cintura por un cinto algo precario hecho con retazos de cuero de algún animal.
-¡Tú! ¿Dónde están los demás?- exclamó con furia.
-¡Ido, ido, señor!- le contestó la joven aún con el miedo en sus ojos.
-¡Pero, cómo! Irse, ¿con el permiso de quién podrías decirme?
-No se, ido señor. Tienen miedo.
-¿Miedo? Miedo a qué, a quién. ¿Qué es el miedo?
-A usted.
 No comprendía, nada. ¿Miedo a él? ¿Por qué?
-¡Miedo! ¿Miedo de mí? Después de todo lo que he hecho por ustedes, malditos negros. Les he dado comida, casa, lujo. Si no fuera por mí, estarían todos en el fango buscando a sus hijos, y partes de sus cuerpos desmembrados. Pero, ¡qué se puede esperar de ustedes! Si no son más que negros, eso son: negros. ¿Miedo de qué?- le preguntaba a la joven tomándola fuertemente del brazo.
-Usted diablo, usted malo. ¡Suelte!
 La joven consiguió despegarse, ella era fuerte y vigorosa. Y apenas pudo verse libre de su captor, echó a correr con ligereza y habilidad, mientras de su boca corrían tambien palabras en algún idioma extraño. Por lo poco que conocía del mismo idioma, de haber con anterioridad escuchado a los criados consiguió entender algunas palabras: "diablo" "maldito" "Jesús misericordioso" La evangelización les había dado de su mejor receta.

 Quedó ahí, perplejo por algunos minutos. Pues no entendía nada. La mujer lo había dicho: "Usted diablo, usted malo." ¿Era eso tan así?
 Otro nuevo ataque de furia corría por sus venas y se reprodujo en la violencia con la que sus pasos recorrían el vestíbulo. Sus botas golpeaban con fuerza el piso de madera, y aún asi cubierto con alfombras pardas, se podían oír el eco de los mismos.
 Con esa furia contenida, llegando al final del corredor, se quedó parado frente a la puerta del estudio. La abrió y entró. Lo recorrió unas cuantas veces, dando vueltas en círculos. Pasando por detrás del sillón, por delante de la estantería rebozante en libros de toda talla, y por detrás del escritorio.
 Luego de varias vueltas, se acercó a la pequeña mesa cerca del escritorio, en donde reposaban tranquilas botellas casi vacías y otras no tanto, junto con un par de copas. Tomó una y se sirvió hasta la mitad de brandy y agregó dos hielos. Se sentó en el enorme sillón de tapizado bordo, haciendo juego con el ambiente.
 Se sentó y pensó, mirando hacia el gran ventanal que se encontraba detrás del escritorio. Desde allí podía observar el amplio jardín de la casa. En el medio, una fuente. Estatuas, de ángeles que han perdido la vida para quedarse allí en silencio. El césped se movía al compás de la brisa en una danza frenética acompañado por las ramas de los árboles, y ya sus pocas hojas prendidas a ellas.

 La bebida bajaba. Y con ella, su enojo. ¿Estaba enojado por que un par de negros se habían ido por miedo? Claro que no. Estaba enojado con él mismo.
 Había cambiado, era otro, se había evadido. No había noche que no maltratara a los criados, que no se embriagara, que no fuera acompañado de alguna barata prostituta. Y en eso, se levantó y un nuevo brote de ira, le hizo arrojar con fiereza la copa al suelo estallando en mil pedazos. Rombos de cristales correteaban por el suelo alfombrado parcialmente, y al llegar a la madera un ruido sordo y allí se estancaban.
 Permaneció de pie, un breve momento viendo el espectáculo. El desastre en el que se había convertido la sala. Levantó la vista y en el rincón más cercano al escritorio, una pequeña araña. Por la poca luz que llegaba a ese extremo, podía observar que era de un cuerpo negro y brillante mientras que de él cuatro pares de patas permanecían quietas sobre la telaraña. No se movía. La miró, con extrañeza. Admiraba su inmovilidad.
-¡Qué! ¿Qué me estás mirando? ¡Bicho del infierno!- y en eso, le tiró con un libro de la biblioteca- ¿Te gusta eso? ¡Eh!- y le arrojó otro.
 La araña se sentía amenazada, pero ofreció resistencia. No se inmutó.
 La situación lo exasperaba. Tomó todos los libros de la estantería y le arrojó los que pudo, mientras que el resto los tiró por el suelo junto con los vidrios. Cuando los libros no fueron suficiente, tomó las botellas y las arrojó contra la pared. El ruido era infernal. Entre todo el lío, la araña continuaba en su ademán silencioso.
 En ese estado, de ira repentina, la luna brillaba en lo alto del ventanal sobre un azul profundo rodeado de pequeños puntos ausentes y brillantes. Una sombra mal ubicada fue a dar en la habitación, el viento y los árboles le jugaron una mala pasada. Su cuerpo entumecido de alcohol, creyo ver que la araña se avalanzaba hacia él y trató de deshacerse. Se dio vuelta con urgencia y entre esos movimientos fue a tropezar con la pata del sillón y al caer dio su cabeza contra el esquinero de la pequeña mesa.


 Allí quedó en el suelo, desangrándose. Con pedazos de vidrio encrustados en la piel. 
 La araña tejía su telaraña con ademán insistente porque esa era su labor. Vivía solamente para atrapar insectos con ella y defenderse con su ponzoña de la amenaza externa. Ante cualquier dificultad posible, ella picaba y el veneno entumecía cada parte del cuerpo de su víctima. En el hombre, le llevaría unas dos o tres horas en afectar el sistema cardíaco y apagar de golpe el sonido de su corazón.
 La araña es un insecto demasiado pequeño para tener en su cuerpo demasiada maldad y provocar tanto daño. Pero el hombre no entiende que el animal lo hace por supervivencia, siguiendo sus netos instintos.
 Miles de veces el hombre abandona aquello que le fue dotado, la razón, para dejarse llevar por instintos animales y su egoísmo.

 Nadie sabe qué fue de él. Si murió aquella noche, o permanece aún protegiéndose de un insecto que no le ha hecho nada.

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